Tengo una familiar que se despista mucho con los nombres y hace poco me preguntó por la tienda del ... Capitán Trueno. En realidad, se refería a la tienda de Coronel Tapioca, esa cadena que ha proliferado en nuestras ciudades y en las que los que se las dan de aventureros se equipan con toda clase de artilugios pasra sus viajes.
Bueno, pues hoy me acordé del Capitán Trueno, al leer el artículo de Arturo Pérez-Reverte que me envió mi amigo Iñaki y que les reproduzco. Parece que, como mi familiar, esta sociedad confunde peligro con aventura, exotismo con riesgos elevados... Dejo el debate abierto. Vds. dirán si están de acuerdo o no con el padre de Alatriste
EL SÍNDROME DEL CORONEL TAPIOCA
Arturo Pérez-ReverteHace treinta y dos años desaparecí en la frontera entre Sudán yEtiopía. En realidad fueron mi redactor jefe, Paco Cercadillo, y miscompañeros del diario Pueblo los que me dieron como tal; pues yo sabíaperfectamente dónde estaba: con la guerrilla eritrea. Alguien contóque había habido un combate sangriento en Tessenei y que me habíanpicado el billete. Así que encargaron a Vicente Talón, entoncescorresponsal en El Cairo, que fuese a buscar mi fiambre y a escribirla necrológica. No hizo falta, porque aparecí en Jartum, hecho ciscopero con seis rollos fotográficos en la mochila; y el redactor jefe,tras darme la bronca, publicó una de esas fotos en primera: dosguerrilleros posando como cazadores, un pie sobre la cabeza del etíopeal que acababan de cargarse.
Lo interesante de aquello no es el episodio, sino cómo transcurrió mibúsqueda. La naturalidad profesional con que mis compañeros encararonel asunto. Conservo los télex cruzados entre Madrid y El Cairo, y entodos se asume mi desaparición como algo normal: un percance propiodel oficio de reportero y del lugar peligroso donde me tocaba currar.En las tres semanas que fui presunto cadáver, nadie se echó las manosa la cabeza, ni fue a dar la brasa al ministerio de AsuntosExteriores, ni salió en la tele reclamando la intervención delGobierno, ni pidió que fuera la Legión a rescatar mis cachos. Nicompañeros, ni parientes. Ni siquiera se publicó la noticia. Misituación, la que fuese, era propia del oficio y de la vida. Asunto demi periódico y mío. Nadie me había obligado a ir allí.
Mucho ha cambiado el paisaje. Ahora, cuando a un reportero, turista ovoluntario de algo se le hunde la canoa, lo secuestran, le arreglanlos papeles o se lo zampan los cocodrilos, enseguida salen la familia,los amigos y los colegas en el telediario, asegurando que Fulano oMengana no iban a eso y pidiendo que intervengan las autoridades deaquí y de allá –de sirios y troyanos, oí decir el otro día–. Eso tienesu puntito, la verdad. Nadie viaja a sitios raros para que lo haganfiletes o lo pongan cara a la Meca, pero allí es más fácil que salgatu número. Ahora y siempre. Si vas, sabes a dónde vas. Salvo que seasidiota. Pero en los últimos tiempos se olvida esa regla básica. Hemosadquirido un hábito peligroso: creer que el mundo es lo que dicen losfolletos de viajes; que uno puede moverse seguro por él, que tienederecho a ello, y que Gobiernos e instituciones deben garantizárselo,o resolver la peripecia cuando el coronel Tapioca se rompe loscuernos. Que suele ocurrir.
Esa irreal percepción del viaje, las emociones y la aventura, alcanzaextremos ridículos. Si un turista se ahoga en el golfo de Tonkínporque el junco que alquiló por cinco dólares tenía carcoma, a lafamilia le falta tiempo para pedir responsabilidades a las autoridadesde allí –imagínense cómo se agobian éstas– y exigir, de paso, que elGobierno español mande una fragata de la Armada a rescatar el cadáver.Todo eso, claro, mientras en el mismo sitio se hunde, cada quincedías, un ferry con mil quinientos chinos a bordo. Que busquen a miPaco en la Amazonia, dicen los deudos. O que nos indemnicen loswatusi. Lo mismo pasa con voluntarios, cooperantes y turistassolidarios o sin solidarizar, que a menudo circulan alegremente,pisando todos los charcos, por lugares donde la gente se frota losderechos humanos en la punta del cimbel y una vida vale menos que unpaquete de Marlboro. Donde llamas presunto asesino a alguien y tapasla cara de un menor en una foto, y la gente que mata adúlteras apedradas o frecuenta a prostitutas de doce años se rula de risa. Dondequien maneja el machete no es el indígena simpático que sale en elNational Geographic, ni el pobrecillo de la patera, ni te reciben conbonitas danzas tribales. Donde lo que hay es hambre, fusiles AK-47oxidados pero que disparan, y televisión por satélite que cría unaenorme mala leche al mostrar el escaparate inalcanzable del estúpidoOccidente. Atizando el rencor, justificadísimo, de quienes antes eranmás ingenuos y ahora tienen la certeza desesperada de saberse lejos detodo esto.Y claro. Cuando el pavo de la cámara de vídeo y la sonrisa bobaliconase deja caer por allí, a veces lo destripan, lo secuestran o le rompenel ojete. Lo normal de toda la vida, pero ahora con teléfono móvil eInternet. Y aquí la gente, indignada, dice qué falta de consideracióny qué salvajes. Encima que mi Vanessa iba a ayudar, a conocer sucultura y a dejar divisas. Y sin comprender nada, invocando allínuestro código occidental de absurdos derechos a la propiedad privada,la libertad y la vida, exigimos responsabilidades a Bin Laden ygestiones diplomáticas a Moratinos. Olvidando que el mundo es un lugarpeligroso, lleno de hijos de puta casuales o deliberados. Donde,además, las guerras matan, los aviones se caen, los barcos se hunden,los volcanes revientan, los leones comen carne, y cada Titanic, porbarato e insumergible que lo venda la agencia de viajes, tiene suiceberg particular esperando en la proa.
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