Las noches de insomnio tienen su parte productiva. El jueves
pasado el agua y el viento arreciaban fuertemente y batían contra mi ventana con
tal estruendo que resultaba imposible conciliar el sueño. Pensé que se trataría de una (otra)
ciclogénesis explosiva, esas borrascas de primera división que en los últimos
años han tomado apego a la costa gallega y que otros denominan "bombas metereológicas". Miré en Internet y, se trataba sólo
de una ciclogénesis a secas, sin el apellido de explosiva. Supongo que será
para no alarmar. El mero nombre de ciclogénesis explosiva hace temblar al más
pintado. Y... ya está bueno el panorama (familia real, gobierno central,
economía, escena internacional...) como para añadir más motivos de alarma al pobre ciudadano al que, como a Obelix, solo le falta tener que preocuparse de que el cielo se le desplome encima. Las ciclogénesis
explosivas ( con su evocación apocalíptica digna de la más osada peli de
efectos especiales) entraron hace
relativamente poco en nuestras vidas. Hace diez años nadie había oido hablar de
estos fenómenos metereológicos cuyo nombre estremecedor nos hace evocar al mismísimo George Lucas. Tal vez
sea un efecto del cambio climático que amenaza con perturbar de modo importante
nuestra forma de vida. Lo curioso es que igual que la ciclogénesis ha aparecido
en nuestras vidas ( haciendo que por su obra y gracia mi casa salga en el
Telediario de la Primera, ¡ahí es nada! de forma recurrente) ha desaparecido
totalmente la galerna del Cantábrico.Puede ser el cambio climático, aunque me inclino más a creer que se trata de un cambio de
denominación buscando un nombre más efectista, sonoro y acorde con los tiempos. ¡Desde luego, para salir en el telediario suena mejor una ciclogénesis que una humilde galerna!
Y, como el viento seguía ululando y la lluvia golpeando con
fuerza mi ventana, me puse a pensar en esa afición tan española de cambiar los
nombres de las cosas usando vocablos (preferentemente
tomados del Inglés) extraños en lugar de usar el rico castellano.Vino a mi cabeza la humilde (en ocasiones
vergonzante) y obrera fiambrera que fue
sustituida por el cosmopolita, sofisticado y moderno tupperware, o tupper a
secas, como le denominan los más guays. Cierto que hay algunas diferencias
entre la fiambrera gris de aluminio y los coloridos especímenes de plástico que
se usan ahora, pero, creo yo, son cosas de la evolución. Del mismo modo que el
600 de mi madre no tenía más que tres o cuatro botones y ahora mi coche parece
un ordenador de la NASA y ambos siguen denominándose coches o vehículos, no sé
por qué nuestras fiambreras han sucumbido al tupper.
Soy una defensora del estudio de los idiomas, pero creo que
cada cosa para lo suyo, y eso de sacrificar nuestras palabras en pro de los
vocablos de la lengua de Shakespeare me fastidia, especialmente cuando esta
cesión se produce no ante conceptos nuevos sino ante conceptos que (con su
consabida denominación) llevan años instalados en nuestro idioma. Entiendo
(aunque me duela que no logremos encontrar la palabra adecuada) que adoptemos
el sajón selfie para referirnos a las autofotos que hacemos con el móvil y por las que más de uno ha arriesgado su vida. Pero, me cuesta mucho más
asumir que desplacemos palabras asentadas en el idioma por otras exógenas. Los
chicos ahora tienen "skates". Curioso, porque los mismos artefactos
(con distinta decoración y menos accesorios de cascos, rodilleras, coderas...)
se denominan desde hace más de 40 años monopatines en España. Cierto que el
tuneado ha cambiado, pero su función básica de hacer cabriolas por las calles,
pegar brincos buscando usos "imaginativos" al mobiliario urbano,
permanece. Igual que permanece su potencial amenaza contra peatones,
especialmente de edad avanzada. ¿En qué se distinguen entonces un skate y un
monopatín? Todavía no lo tengo claro.