domingo, 17 de enero de 2016

Los palabros

Las noches de insomnio tienen su parte productiva. El jueves pasado el agua y el viento arreciaban fuertemente y batían contra mi ventana con tal estruendo que resultaba imposible conciliar el sueño.  Pensé que se trataría de una (otra) ciclogénesis explosiva, esas borrascas de primera división que en los últimos años han tomado apego a la costa gallega y que otros denominan "bombas metereológicas". Miré en Internet y, se trataba sólo de una ciclogénesis a secas, sin el apellido de explosiva. Supongo que será para no alarmar. El mero nombre de ciclogénesis explosiva hace temblar al más pintado. Y... ya está bueno el panorama (familia real, gobierno central, economía, escena internacional...) como para añadir más motivos de alarma al pobre ciudadano al que, como a Obelix, solo le falta tener que preocuparse de que el cielo se le desplome encima. Las ciclogénesis explosivas ( con su evocación apocalíptica digna de la más osada peli de efectos especiales) entraron  hace relativamente poco en nuestras vidas. Hace diez años nadie había oido hablar de estos fenómenos metereológicos cuyo nombre estremecedor nos hace evocar al mismísimo George Lucas. Tal vez sea un efecto del cambio climático que amenaza con perturbar de modo importante nuestra forma de vida. Lo curioso es que igual que la ciclogénesis ha aparecido en nuestras vidas ( haciendo que por su obra y gracia mi casa salga en el Telediario de la Primera, ¡ahí es nada! de forma recurrente) ha desaparecido totalmente la galerna del Cantábrico.Puede ser el cambio climático, aunque me inclino más a creer que se trata de un cambio de denominación buscando un nombre más efectista, sonoro y acorde con los tiempos. ¡Desde luego, para salir en el telediario suena mejor una ciclogénesis que una humilde galerna!

Y, como el viento seguía ululando y la lluvia golpeando con fuerza mi ventana, me puse a pensar en esa afición tan española de cambiar los nombres de las cosas usando vocablos (preferentemente tomados del Inglés) extraños en lugar de usar el rico castellano.Vino a mi cabeza la humilde (en ocasiones vergonzante) y obrera  fiambrera que fue sustituida por el cosmopolita, sofisticado y moderno tupperware, o tupper a secas, como le denominan los más guays. Cierto que hay algunas diferencias entre la fiambrera gris de aluminio y los coloridos especímenes de plástico que se usan ahora, pero, creo yo, son cosas de la evolución. Del mismo modo que el 600 de mi madre no tenía más que tres o cuatro botones y ahora mi coche parece un ordenador de la NASA y ambos siguen denominándose coches o vehículos, no sé por qué nuestras fiambreras han sucumbido al tupper.

Soy una defensora del estudio de los idiomas, pero creo que cada cosa para lo suyo, y eso de sacrificar nuestras palabras en pro de los vocablos de la lengua de Shakespeare me fastidia, especialmente cuando esta cesión se produce no ante conceptos nuevos sino ante conceptos que (con su consabida denominación) llevan años instalados en nuestro idioma. Entiendo (aunque me duela que no logremos encontrar la palabra adecuada) que adoptemos el sajón selfie para referirnos a las autofotos que hacemos con el móvil y por las que más de uno ha arriesgado su vida. Pero, me cuesta mucho más asumir que desplacemos palabras asentadas en el idioma por otras exógenas. Los chicos ahora tienen "skates". Curioso, porque los mismos artefactos (con distinta decoración y menos accesorios de cascos, rodilleras, coderas...) se denominan desde hace más de 40 años monopatines en España. Cierto que el tuneado ha cambiado, pero su función básica de hacer cabriolas por las calles, pegar brincos buscando usos "imaginativos" al mobiliario urbano, permanece. Igual que permanece su potencial amenaza contra peatones, especialmente de edad avanzada. ¿En qué se distinguen entonces un skate y un monopatín? Todavía no lo tengo claro.

Alguien puede pensar que el concepto monopatín es, no obstante, relativamente nuevo en una lengua de solera como la nuestra. Pero, las sustituciones de palabras tradicionales por otras de importación llega hasta conceptos que están en el Nuevo Testamento.  Ahora resulta que están de moda los "wedding planners", esos señores (generalmente señoras) que se encargan de dirigir a todas las personas involucradas en la organización de una boda. Son gentes siempre pegadas a un móvil (y a veces también a un pinganillo) muy estresados para que todo esté como quieren los novios en su gran día (que además suele llevar cada vez más a puestas en escenas y caprichos de lo más originales) y que empiezan a ser una personaje caricatura en el mundo del cine. Pues resulta que el concepto de wedding planner no nació ayer. En el Nuevo Testamento, al hablar de las Bodas de Caná en las que Cristo hizo el milagro de convertir el agua en vino, hay una figura parecida. Y, que yo sepa, jamás hemos oído en la iglesia decir "Cuando el wedding planner probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde venía (los sirvientes, que habían sacado el agua, sí lo sabían), llama al novio y le dice: «Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya todos están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora». Yo jamás he oído eso.Nadie se ha referido en un púlpito al wedding planner de Caná y, sin embargo, como las meigas, parece que existió. El castellano tiene riqueza suficiente y la traducción de las Escrituras habla de del maestresala o del mayordomo. Puede que estas palabras suenen algo más arcaicas o antiguas, pero también aportarían el lustre de la pátina del tiempo que, por otro lado, se busca organizando este tipo de eventos en palacios, castillos, pazos y demás lugares de abolengo. Pensándolo bien, eso de wedding planner suena muy funcional, como a oficina, distrito financiero o congreso de médicos. Desde luego mucho más romántico lo de maestresala.