domingo, 22 de mayo de 2016

Las joyas de Turín: museos y chocolate

Entre las joyas de Turín está el museo Egipcio, el segundo más importante del mundo y en la actualidad ( debido a los problemas de seguridad) el más visitado. El lugar sorprende por la  cantidad de momias, tumbas, esculturas y objetos funerarios allí guardados. Toda clase de objetos que se estimaban necesarios en el más allá (desde pelucas, a ropa interior, calzado, joyas, por supuesto) se encuentran perfectamente conservados. Llaman la atención las momias de animales, lejos de ser siniestras, con sus formas redondeadas y sus ojos pintados, parecen salidos de una película de dibujos animados. El guía explica con detalle el por qué de todas las esculturas y su significado. También nos cuenta la historia escrita en un papiro acerca de la primera huelga de la humanidad protagonizada por los artesanos que construían las tumbas del Valle de los Reyes. Historia fascinante, cuyo final no sabemos a ciencia cierta ( esa parte del papiro se ha perdido) aunque intuimos que los trabajadores tuvieron éxito y, tras dos meses de huelga, pudieron cobrar los salarios que se les debían. 

Al lado de esta joya de colección, algunas otras que podrían pasar desapercibidas, como restaurantes escondidos en enormes palazzos. Desde la calle se accede a través de una grandiosa puerta de madera que conduce a patios muy espaciosos y llenos de vegetación. En el primer piso de uno de estos caserones está el restaurante del Circole dei Leitorie ( el círculo de lectores, la empresa de venta por catálogo). Cuesta encontrar el comedor, una estancia amable, escondida y con las paredes repletas de los cuadros con los que los artistas en apuros pagaban sus cuentas.

Y.., para una amante del chocolate como yo, Turín es el paraíso. Disfruto a conciencia una taza de chocolate negro y la torta especial de la casa ( tres chocolates, por si había duda) en la terraza del cafe Biccerin a la sombra de un campanile airoso de ladrillo y una iglesia barroca. La calle está animadísima el viernes.  Una pena que las nubes no permitan apreciar la majestad de los Alpes nevados que a lo lejos vigilan la llanura por la que el Po discurre tranquilo y señorial.

El Café San Carlos en Turín

En esta vida siempre es bueno tener expectativas modestas. La realidad suele compensar. Turin ha vuelto a confirmarlo. Pensaba en una ciudad industrial con pocos atractivos que ofrecer. En mi mente estaba ligada a la FIAT, la Juventus ( una no vive en una burbuja), los documentales de la Sabana Santa y, ... los bombones Ferrero Rocher. 



Por eso la ciudad me sorprendió enormemente. Fue capital de Italia ( la primera), cuna de los Saboya y eso se nota en sus ademanes y trazas señoriales. Amplias avenidas con soportales de unos cuatro metros de ancho con un enlosado de enormes piedras planas y relucientes por el uso.  Calles de trazado rectilíneo, plazas espaciosas y edificios majestuosos. Escondidos en estos soportales elegantes cafés que en muchos casos  conservan la decoración y ambiente de finales del siglo XIX. 

Uno de los más famosos es el Cafe san Carlo, en la espaciosísima cuadrangular plaza del mismo nombre. Como soy madrugadora, me sobra algo de tiempo antes de empezar mis reuniones y entro en el café. Inicialmente estoy sola y tomo posesión, bajo la perezosa mirada de los camareros de esta maravilla decimonónica. Es de planta cuadrada, con barra al frente, sofás granates en dos de sus cuatro paredes,   veladores de mármol verde y pie dorado. El suelo es de mármol y forma distintas figuras. En las paredes sobresalen columnas planas de fuste estriado y capitel corintio y frisos con decoración pompeyana. Espejos dorados, algunos muy recargados en un mar de  profusión decorativa que, a mí en este caso me parece armonioso.

Una gran araña de cristal de murano blanco cuelga del techo. Es tan enorme que agradezco que la sillas estén dispuestas junto a las paredes y no en el centro de la sala. Me siento en un sofá y soy la única. Los italianos entran toman un café en la barra grande, pagan en la barra pequeña y se van. Acompaña mi capuchino un chocolate con sabor a avellana, típico de aquí y un vaso diminuto de agua mineral con gas, seña de la casa.
La plaza está vacía y el café también. 2/3 clientes a lo sumo. Pero los tés camareros impecables con sus pajaritas parecen siempre ocupados. Puedo asegurar que el look hipster ha llegado también a los camareros italianos.